Todavía estábamos celebrando nuestra flamante cuarta estrella, cuando un oscuro y gigantesco nubarrón, como esos típicos de Panamá, pero no de los de lluvia a cántaros y relámpagos, sino otro de proporciones descomunales e inimaginables, se acercaba para conspirar y cambiarlo todo, ensombreciendo y desolando nuestras ciudades, ¡ay! los campos de fútbol y la vida diaria de toda nuestra especie. Nos vimos entonces forzados a encerrarnos en nuestras casas, desconfiando del amigo, del vecino y hasta del aire, casi hibernando como los osos en invierno, arriesgándonos a salir únicamente para buscar el alimento necesario para sobrevivir, pero con la muerte acechándonos aun después de regresar a nuestras guaridas, pues nunca sabíamos si la maldita se había colado con nosotros; nada ni nadie estaba a salvo. Y en medio de este invierno -infierno dirían muchos- que pareciera no tener fin, soñamos que el sol salió unas cuantas veces, y algunos nos atrevimos a salir junto con él a esos encuentros aplazados, donde afloraron los deseos contenidos de acercarse sin desconfiar al otro, al amigo, de hablarle de cualquier cosa, de vencer los miedos y saberlo vivo para reconocerse uno también vivo. Se ha venido incrementando su frecuencia hasta tal punto que muchos se han permitido soñar también, y nos hemos prometido continuar encontrándonos en ese único espacio donde confluyen todos los sueños: el verde místico, sagrado si se quiere, el de siempre, ¿dónde más?
Y allí, fundidos en nuestra anaranjada piel, hemos logrado recuperar lo que siempre nos ha pertenecido: la Libertad; esa misma que celebramos cada miércoles, con cada partido y con cada título conquistado; no hemos terminado de celebrar el cuarto y vamos por el quinto. Y así ya ninguno de nosotros querrá despertar nunca más.
Por Marco Pinzón.